
A principios del s XX, vivía en Alemania un caballo matemático, capaz de resolver operaciones. Su fama fue tal que se formó una comisión de investigación y, de su historia, nació uno de los efectos más relevantes en la investigación moderna: el “efecto Clever Hans”.
Los caballos son seres extraordinarios. Son capaces de sentir una tormenta horas antes de su llegada, deprimirse si su dueño desaparece o, incluso, captar el sentimiento de ánimo de quienes les rodean.
Sin embargo, su inteligencia emocional se compensa con su (poca) inteligencia “racional”. Lógicamente, los caballos no pueden hablar, ni aprender idiomas, historia, geografía… o no todos. A principios del siglo XX vivió en Alemania un caballo llamado Hans y, más tarde, rebautizado como “Clever” Hans (Hans el listo).
“Hans” vivía con su dueño Wilhem Van Osten, un profesor de matemáticas amante de los animales. Van Osten enseñó a Hans a realizar operaciones matemáticas (sumar, restar, multiplicar y dividir), así como ciertas nociones sobre el tiempo. Por ejemplo, el profesor podía decirle al animal: “si el día 2 cae en martes, ¿qué día será el viernes siguiente?” y Hans golpeaba el suelo con su casco tantas veces como días necesitaba para acertar la respuesta.
Van Osten aprovechó esta peculiar característica de su compañero y realizó una extensa gira por toda Alemania. La popularidad del equino matemático era tal que, en 1907, el Gobierno alemán decidió crear una comisión (“comisión Hans”) de 13 expertos para analizar el fenómeno, con el psicólogo Stumpf a la cabeza.
La primera intuición de los académicos era que el propio Van Osten daba la respuesta al caballo de algún modo; así que sacaron al matemático de la habitación y los propios investigadores lanzaron las preguntas al caballo. Hans seguía acertando.
Sin embargo, Pfungst (uno de los miembros de la comisión) hizo un interesante hallazgo: cuando el interrogador conocía la respuesta, Hans acertaba en un 90% de las veces. En cambio, si el caballo no podía ver a quien lanzaba la pregunta o éste desconocía la respuesta correcta, el índice de acierto descendía hasta un 6%.
¿Qué estaba pasando? Hans no era un caballo matemático, no sabía ni sumar ni restar. Pero sí tenía una gran sensibilidad. Así, el animal aprendió a golpear el suelo hasta que el gesto de los presentes cambiaba. Si su dueño o cualquiera que le preguntaba, conocía la respuesta, al lanzar la operación se tensaba. Conforme el caballo empezaba a mover sus cascos, la tensión iba en aumento hasta el momento preciso en el que el animal daba la respuesta correcta. En ese golpe, los presentes se relajaban y Hans dejaba de golpear el suelo. Es decir, las personas estaban dando, inconscientemente, la respuesta al caballo.
Esta anécdota generó el llamado “efecto Clever Hans”, un efecto de vital importancia para los investigadores. El “efecto Clever Hans” supone un sesgo en el propio investigador que, inconscientemente, contamina los resultados de su investigación. Es decir, el científico, de manera no intencionada, manda una señal a los investigados que, a su vez, modifica el comportamiento de estos.
Debido al “efecto Clever Hans”, los modernos diseños experimentales, incluyen el llamado “doble ciego”. Gracias a este doble ciego, los experimentos actuales (incluyendo, por ejemplo, los ensayos clínicos con medicamentos) tienen mayor validez externa; es decir, al aplicarlos después a todas las personas, son más efectivos.
Así, pese a no ser un verdadero matemático, “Clever” Hans ha realizado una importante contribución a la ciencia; de cuyos efectos nos beneficiamos a diario.
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